sábado, 18 de julio de 2009

VIAJE

Todo lo escrito sobre Jemaa El Fna es mentira. Es más difícil su comprensión que su asimilación. Incluso los nativos tienen conciencia esquiva. Tuvo que ser un apátrida cervantino como Juan Goytisolo el que escribiera un texto sobre el espacio de la plaza que pudiese contener las insistencias y subsistencias de ese lugar llamado para la inmortalidad y donde la ausencia del paso del tiempo es la signatura de la vida misma. Porque es la vida misma el quehacer de los marraquesíes, pero no solo en la plaza de Jemaa El Fna: en los alrededores, en los laberínticos souks, en los zocos adonde se llega atravesando extraños ramales, cosidos a otro lugar del tiempo, entre miradas profundas y sosegadas, entre furor contenido y misterio.

Ocre, dulzura del cielo, fiel luna que no esconde sino el abismo para llegar a la sombra de los artesanos niños, en el oscuro umbral de pequeñas habitaciones de cal negra, y que te miran invitándote imaginariamente: “Ven, quédate conmigo”. Sobre las paredes ennegrecidas por las forjas de tiempos anudados y discontinuos, aquí, nadie sueña con asesinos ni con el poder. Quien tiene el Atlas en la mirada, no pide sino ser aceptado, como la nube y la piedra.

Omar habla como lo haría un molino de viento, en círculos. Y mientras dan vueltas movidas por el viento las aspas de su memoria, los ojos, sus ojos de claridad y prisión, siempre buscan en el horizonte la Kutubía.

Las insinuaciones, la música, los relojes. Me pregunto si miran la hora alguna vez. Aquí todo tiene una temporalidad no causal, si no habría un accidente por minuto. Pero nunca pasa nada, y menos en tiempo del Ramadán. Alá protege a sus hijos, dice Said, un taxista que siempre huele a sardinas.

El bosque de humo de los cientos de puestos de comida despierta a escuadrones mareados por la hambruna y la abstinencia. El final del Ramadán es una fiesta, un hervidero humano donde todos comen con gracia y paciencia. Todo ese desequilibrio a punto de ser resquebrajado tiene más firmeza en el fondo que muchas de nuestras ciudades modernas y sus costumbres.

Algo sorprendente es que apenas se utiliza el claxon. Sólo advierten de su presencia las bicicletas o motos con peculiares sonidos chirriantes.

Semarine y Mouassine son las dos grandes avenidas humanas que van a dar a los bazares. Hacer la entrada por el Souk Semarine es una experiencia inolvidable de aromas penetrantes, agradables y ásperos, intenso mercado de especias o del mercado de huevos, bajo un enrejado por encima de las cabezas. La luz penetra por ese crisol inaudito creando formas maravillosas a nuestro paso.

Más allá del souk Attarin (zoco de las especias) comienza un sonido metálico, golpes de todo tipo crean una sinfonía sonora en cada uno de los talleres-cueva, oscuridad solo destapada por estallidos de chispas de gamas amarillas y anaranjadas. Funden piezas de metal bajo gafas mugrientas que se iluminan con esos instantes de luces coloreadas por pequeños hombrecillos o genios de esas cuevas que tienen la tinta de Gustav Doré.

Colina abajo, el color se torna más plural, luminoso en los brazos de los tintoreros teñidos hasta los codos. Frotan tintes sobre pieles curtidas.

El viaje acaba momentáneamente junto a una fuente, al lado de la mezquita de Mouassine.
La elegante somnolencia del sur, los dulces harapos de los pobres, ¡cuántos recuerdos que ya nunca olvidaré!

El hombre imperfecto es feliz en Jemaa El Fna, y su voz es noche que penetra en ryads entre luces que lloran al atardecer.

Aquí no es necesario buscar la paz. Está en los ojos.

Miro la nube suspendida como África entera sobre toda la ciudad. Borrosos se ven los corredores del Atlas al fondo. Es en estos días cuando descienden ínsulas benefactoras de Alá, y los pájaros llevan perfumes sonoros a los jardines.

Dios se eleva aún más en toda esta pasión terrenal, fortalecida toda la memoria del espacio.

Aquí los pobres no tienen ira como en Occidente. He visto vaciar parte de sus corazones mansos al pedir con boca de amante una moneda.

Nada corre el peligro de ser herido en Marrakech. Ahora es viernes de Ramadán y tras las desapariciones, viene con la caída de la tarde, el huracán humano, los cientos de cocineros ambulantes, esparcidos como navíos antiguos en la plaza (conocida también, paradójicamente, como “asamblea de los muertos”) delante de tu rostro. Miran y te invitan a unirte a su tripulación que come ávida y suavemente.

Definitivamente, echo en falta los árboles. Las palmeras en su quietud deberían contener todos los árboles en sí, pero son de brisa veloz, ¡ah, los pinos de Castilla, con esa melodiosa asistencia sanadora en días con esa otra forma de memoria que es la infancia! Aquí la palmera es la referencia total. De hecho no se si será casualidad que ningún edificio de la zona de la medina sea más alto que la palmera.

Quienes sueñan con cuerpos salados son los turistas provistos de mapas inservibles y leyendas a modo de snack. Está la especie de turista-de-bar-de-hotelujoso- que se beben hasta el benedictine caducado, al son de canciones al órgano (con perdón) de Marc Anthony, Sinatra o Moody Blues.

Hablan de alcoholes como quien habla de espíritus, pero yo prefiero la belleza del jengibre. El té a la menta (en realidad preparado con cuatro clases de hierbas aromáticas, labiadas, según comprobé en el mercado, eso le da el sabor tan especial y tan difícil de encontrar fuera de Marrakech).

Por razones que no comprendo en estos momentos, la Mezquita Koutubia incluido su célebre minarete pueden ser solamente visitados por musulmanes. Del mismo modo no alcanzo a entender cómo en la Mezquita de Córdoba los musulmanes no pueden hacer sus oraciones actualmente. La Koutubía es la mezquita de los libreros, ya que en otro tiempo los comerciantes de libros y pergaminos, copistas o encuadernadores, hacían sus ventas y negocios en las calles de alrededor. Al menos así nos lo contó Omar, nuestro guía local, al que noté un ligero menosprecio hacia la cultura española que no fuera andalusí.

Hay palabras que quedan entre las lágrimas de los ojos, y aquí, Adiós, es una de ellas.

Roberto LOYA
publicado en WEBISLAM