miércoles, 21 de enero de 2009
por David Jiménez (EL MUNDO)
El Gran Timonel pensó en 1949 que China no había sido del todo liberada con su revolución comunista y reclamó para el Imperio un pueblo con una cultura, religión, idioma, etnia y forma de vida completamente distinta a la china.
Medio siglo después, las casas de masaje inundan la capital tibetana, Lhasa, el traslado de población china de la etnia Han a la región se ha intensificado y el Gobierno chino continúa reprimiendo al pueblo tibetano con la ayuda, por omisión, de un Occidente que ha preferido cerrar los ojos a cambio de beneficios comerciales.
El último informe sobre la situación del Tíbet, realizado por The Tibetan Information Network, ejemplifica la situación en el caso de cinco monjas budistas. Todas ellas se suicidaron en la prisión de Drapchi hace dos años tras ser torturadas durante días con descargas eléctricas y golpes. Las religiosas fueron detenidas tras negarse a cantar el himno nacional de China en público. Una de las monjas que sobrevivió a las torturas ha descrito ahora que sus compañeras fueron golpeadas con cinturones y porras eléctricas con tanta fuerza que las paredes de sus celdas solían estar completamente manchadas de sangre. «La Unidad 3 de la prisión de Drapchi ha sido durante los últimos ocho años un centro de tortura para prisioneros políticos», según el informe de la organización humanitaria.
El Ejército Rojo inició la invasión del Tíbet el 7 de octubre de 1950 con más de 40.000 soldados y bajo la justificación de que había que terminar con una teocracia en la que «los terratenientes oprimían al pueblo».
Las fuerzas armadas tibetanas, que apenas sumaban 8.000 soldados mal preparados, fueron derrotadas fácilmente. El Dalai Lama y 80.000 tibetanos huyeron nueve años después a la India tras el fracaso del levantamiento popular de 1959 y el régimen comunista completó así la anexión del territorio.
La comunidad china es hoy más numerosa que la tibetana en Lhasa y el régimen comunista ofrece los mejores trabajos a sus compatriotas mientras fomenta -en ocasiones con esterilizaciones forzosas- el control de la natalidad en la población nativa.
Todos los monjes budistas han de ser autorizados directamente por Beijing y son encarcelados por motivos que van desde negarse a romper una fotografía del Dalai Lama a hablar con algún turista de la situación del Tíbet.
El Gobierno tibetano en el exilio ha pedido en numerosas ocasiones el inicio de negociaciones con China, pero Beijing se ha negado a dialogar hasta que el Dalai Lama reconozca que el Tíbet es una parte más de China.
Los líderes comunistas ven en la devoción del pueblo tibetano al Dalai Lama un desafío a su autoridad y de ahí que desde 1995 la represión se haya intensificado con el encarcelamiento de más de un millar de personas al año.
China ha respondido siempre a las acusaciones sobre sus abusos mencionando los progresos que ha logrado en el Tíbet, con nuevos hospitales, carreteras y fábricas. El Tíbet, nadie lo duda, es hoy un lugar materialmente más desarrollado que en 1950. Sin embargo, la región se ha convertido en un lugar desigual, con florecientes negocios en manos de la población china y una comunidad tibetana mayoritariamente pobre y disgustada con la forma de vida importada desde Beijing. Las posibilidades de que la cultura tibetana sobreviva a otros 50 años de dominación china parecen mínimas, sobre todo porque nadie en Occidente parece dispuesto a intervenir en el lento genocidio del Tíbet.
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